viernes, 13 de mayo de 2011

Cindy Sherman y la Máquina de follar


rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. Era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...

Charles Bukowsky


Antes de comenzar a escribir, y luego de revisar alguna bibliografía, quise cumplir con el viejo ritual contemporáneo de consultar el oráculo. Encendí el aparato, me conecté. Hace algo más de dos mil años era Delfos pero ahora en la pantalla blanca se leían las seis letras nítidas: Google; debajo de ellas tecleé el nombre de mi consulta. Click: Cindy Sherman. En la pantalla del computador me encuentro con imágenes de muñecas y maniquíes que me recuerdan cierta idea de Erick Fromm. En uno de sus ensayos más lúcidos, El Arte de Amar, el sobresaliente alumno de Freud nos advierte acerca de los rasgos más acentuados en el carácter de todos aquellos que crecimos inmersos en la sociedad tecnificada y anónima, abundante en medios y productos, que se formó luego de la revolución industrial (e incluso, como quiere Mc Luhan, luego de la imprenta): así como a nuestros antepasados se les fue la vida distinguiendo los frutos y las raíces dulces y nutritivas de las amargas y venenosas, y reconociendo los caminos apacibles de aquellos acechados por las bestias, a nosotros se nos va la nuestra en una interminable y probablemente vana selección de productos. Seleccionamos el desodorante, con mayor o menor cantidad de alcohol, la camisa según el cuello, el café según el nivel de cafeína, el carro por su consumo de gasolina… y nuestra percepción, dice Fromm, se ha transformado de acuerdo a aquel hábito propio de la sociedad de consumo, al punto que ahora no solo aplicamos parámetros comerciales para nuestras compras sino que nos relacionamos con la gente aplicando esos parámetros, esperamos que nuestros amigos sean inteligentes, nobles, con buen sentido del humor… Y nos hemos ido convirtiendo a nosotros lentamente en seres prefabricados, que pretenden ser tan relucientes, efectivos, bonitos y asépticos como un tarro de shampoo.

Recuerdo la idea de Fromm porque se parece a la obsesión de la gran fotógrafa norteamericana. Cindy Sherman nacida en 1954 en New Yersey, es una de las artistas contemporáneas que más ha explorado el significado del cuerpo femenino en el contexto de una sociedad obsesionada con el sexo que ha convertido a sus individuos en objetos sexuales. Llevó a cabo sus estudios en el Buffalo State Collage donde experimentó con la pintura pero pronto comprendió que sus necesidades expresivas requerían del uso de la fotografía. Y es en gran medida su propio cuerpo el objeto de su obra. Las series de Sherman han sido con frecuencia autorretratos que parodian o emulan los modelos del cuerpo femeninos que el arte occidental (incluyendo por supuesto el cine) ha adoptado en los últimos siglos. En sus autorretratos Sherman aparece como un payaso, ataviada como una modelo de Leonardo o de Juan Ingres, como la heroína de una película de Ed Wood o como un personaje de Jhon Waters. No se considera a sí misma como una feminista pero en su obra reflexiona acerca de aquellos estereotipos en los que la cultura (sí, la cultura), en complicidad directa con los medios masivos de comunicación, ha convertido a la figura femenina.

Continué mi búsqueda, nuevamente di click. De inmediato aparecieron ante mis ojos decenas de imágenes un tanto grotescas pero extrañamente familiares: muñecas deformes, prótesis de senos, vómitos, rostros con maquillajes extravagantes. Era como ojear el mostrador de un expendio de periódicos: mujeres de dudosa belleza con senos y culos exorbitantes pulidos en Photoshop al lado de cuerpos acribillados sobre el pavimento, carros, frascos de shampoo, en fin, toda esa pirotecnia visual a la que nos han acostumbrado los reporteros y los fotógrafos publicitarios y que debido a su abundancia terminan por dejarnos casi indiferentes.

En medio de aquel revoltijo recordé una imagen que siempre me llamó la atención porque me parece la ilustración para La Maquina de Follar, uno de los relatos más célebres del viejo y genial borracho Charles Bukowsky: la historia de un inventor alemán que crea una maquina especial. ‘Es lo que siempre he querido’, exclama uno de los personajes, complacido. Se trata de una máquina para follar, una mujer mecánica pero perfectamente deseable, programada para dar placer… Aquella fotografía, Untitled #258, de 1992, como el cuento de Buckowski es una especie de máquina de follar (se trata de una muñeca tendida de bruces en el piso con su trasero al aire mientras con las manos parece abrir brutalmente sus esfínteres) y resuma una gran crudeza, un particular sentido del sarcasmo; es una suerte de encarnación del pensamiento de Sherman: cuerpos que se exhiben, cuerpos a la venta como juguetes sexuales. Pero esta vez la encontré diferente: no era una visión agradable, nunca me lo pareció, pero en realidad, pensé, ahora no encontraba nada de nuevo ni extraordinario ella. Estaba desprovista para mí de ese carácter sacro que a veces atribuimos a las obras de arte, aunque solo las veamos en libros (o justamente por ello).

Tal vez sean pocos, muy pocos los que terminaron su adolescencia sin presenciar subrepticiamente a través de la pantalla del televisor o en revistas clandestinas las proezas zoofílicas y auto amatorias de la entrañable Illona Staller, la Cicciolina, cuya elasticidad genital y rectal constituían más que un desafío a la imaginación del más pervertido.

Recordé de inmediato los esfuerzos casi frívolos de Fernando Botero por capturar en sus cuadros el terror y la brutalidad de los presos de Abu Grahib. Sus cuadros, habitados por los gordos bonachones de siempre, palidecen ante el poder de las fotografías casuales que tomaron los mismos soldados nortemamericanos justo cuando cometían las torturas. Me cuesta trabajo olvidar la impresión que me produjo esa instantánea de aquel hombre en cuclillas con la manos atadas atrás; delante suyo, a solo unos centímetros, un pastor alemán furioso abre sus fauces a punto de arrancarle la cara, la expresión de pavor en el rostro del infortunado queda acentuada porque sus ojos, debido a la luz del flash de la cámara y a la oscuridad del sitio, quedan encendidos por un extraño resplandor de miedo. No hay nada calculado en ninguna de esas imágenes: no hay esmero en el encuadre, ni maquillaje, ni luces, nadie esta posando, no existen citas a la historia del arte universal. Esas fotos de Abu Grahib fueron tomadas con desprecio, no había ninguna intensión estética. Ni siquiera pretendían ser un documento como las imágenes que los nazis grabaron de los campos concentración de los entierros de judíos en fosas comunes. Fueron tomadas con la especie de inocente crueldad con que un niño disecciona una lagartija. Por eso aterran y en cambio la meditada indignación del artista nos resulta fría y distante.

Luego de unos cuantos click y de otros cuantos centenares de imágenes ya me resultaba evidente que por chocantes que pudieran resultar la imágenes de Sherman, les costaba trabajo competir con el nivel de repulsión o asombro que pueden producir otras mucho más venales y mundanas y que se observan con tan solo encender el televisor.

Me decidí a comprobarlo y le pedí a Google imágenes de la Cicciolina (quien de hecho ahora es toda una obra de arte debido a las buenas labores de su ex esposo Jeff Koons). En cuestión de solo un instante mi pantalla estaba saturada de vaginas, rectos y rostros sobre maquillados con expresiones de placer y dolor. Seguí apretando el botón izquierdo del mouse y al cabo se solo unos minutos me encontré perdido en un laberinto al parecer interminable de pornografía: penetraciones de todo tipo, eyaculaciones faciales, felaciones… Me tomó cierto tiempo dar crédito a algunas de las imágenes que vi y me pregunté cómo a partir de las fotografías de una gran artista había terminado yo inmerso en una excursión tan particular. Pero lo que más me llamó la atención fue el hecho de que sin ningún tipo de anhelo o ambición artística muchas de las fotos colgadas en sitios de pornografía llegaran de una manera tan directa al mismo punto al que el trabajo de Sherman solo alcanzaba a señalar. Me encontré navegando en la Maquina de Follar, aquello en lo que nos empeñamos en convertir el cuerpo femenino, ‘Es lo que siempre hemos querido’, como gustosamente repetiría el personaje de Buckowski, pero esta Maquina era anónima, construida espontáneamente por millones y al lado de ella cualquier imagen de Sherman pierde su fuerza.




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